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De vez en cuando, llega el momento en que uno necesita detenerse, incluso dar un paso atrás, para contemplar con perspectiva el camino recorrido y lo que aún queda por explorar.

En el mundo del vino, este ejercicio de retrospección no es excepcional. Nuestros gustos y preferencias están moldeados en gran medida por nuestras experiencias pasadas, determinando así nuestras elecciones futuras. Es una especie de guía interna que nos ayuda a definir qué vinos merecen nuestra atención, y qué aún nos falta por descubrir. Y dado que este blog es personal, solo puedo compartir mi propia trayectoria, aunque estoy seguro de que muchos se identificarán con ella.

En mi incursión en el universo del vino, comencé como la mayoría, explorando los productos convencionales de Rioja y Ribera del Duero. Sin embargo, llegó un momento en el que sentí la necesidad de buscar algo diferente, algo que despertara mi curiosidad.

Así fue como me aventuré hacia el Mediterráneo, donde descubrí vinos con notas de frutas maduras y una atrayente frescura, que encontraba más atractivos que los vinos excesivamente maderizados. Sin embargo, pronto me di cuenta de que esta calidez mediterránea comenzaba a cansarme.

Fue entonces cuando decidí explorar otros territorios, desde la más accesible Francia hasta Alemania y los misterios de Italia, así como los vinos del Nuevo Mundo. En cada lugar, encontré una amplia diversidad, pero fue en Borgoña donde experimenté un cambio radical en mis preferencias. Descubrí que valoraba más la frescura y la elegancia que la contundencia, que la acidez podía dar vida a los tintos y que hacer vino no se trataba solo de obtener alcohol, sino de encontrar un equilibrio armonioso.

A pesar de estas nuevas preferencias, la economía muchas veces dicta nuestras elecciones y nos obliga a regresar a la patria. Sin embargo, lo hacemos con gustos más definidos y la certeza de que hay muchas personas con criterios similares, así como una amplia gama de variedades para satisfacerlos.

Fue entonces cuando me topé con la Doña Mencía, con sus dos encarnaciones distintas. Por un lado, la salvaje y seductora muchacha de la Ribeira Sacra, y por el otro, la madura y elegante doncella del Bierzo. Ambas variedades exigían métodos de viticultura extrema, lo que añadía un toque mítico a la experiencia de disfrutar de sus vinos.

Pero Doña Mencía tenía una hermanastra, la Prieto Picudo de León, una variedad cada vez más apreciada gracias a aquellos que han sabido exprimir su potencial. Sus vinos son frescos, sinceros y, aunque a veces desafiantes, resultan muy placenteros cuando nos atrapan con su encanto.

Siguiendo hacia el sur, llegamos a Portugal, donde la Ribera del Duero se convierte en Douro y se entiende desde una perspectiva de terruño y mínima intervención enológica. Y es fascinante cómo una simple frontera puede cambiar tanto la expresión de una región vitivinícola.

Continuando nuestra búsqueda de rarezas y exclusividades, nos encontramos con José Luis Mateo, quien nos muestra producciones exiguas de variedades casi olvidadas en una viticultura heroica. Sus vinos son tan sorprendentes como difíciles de encontrar, lo que nos hace apreciar aún más su singularidad.

Finalmente, al borde del mar, nos topamos con cepas extrañas protegidas por un vigneron llamado Rodri. Estas variedades, Loureiro, Espadeiro y Caiño, son una verdadera expresión del entorno marino, rodeadas de eucaliptos y acariciadas por la brisa del norte.

En esta retrospectiva, nos damos cuenta de que el viaje enológico es infinito, lleno de sorpresas y descubrimientos que nos enriquecen como aficionados al vino. Y aunque hayamos recorrido mucho camino, sabemos que aún nos queda mucho por explorar.

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