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Este pasado fin de semana tuve el privilegio de sumergirme en dos eventos de esos que no se pueden rechazar. Por un lado, la Fiesta anual organizada por Raúl Pérez para presentar vinos propios y de sus amigos. Luego, nos dirigimos a la inauguración de las nuevas instalaciones de Forjas del Salnés. Una fría nave industrial que, gracias al toque mágico de la interiorista Patricia Calviño, se transformó en una bodega flamante, dinámica y, al mismo tiempo, acogedora.

Con todos estos acontecimientos a mi alrededor, sería natural que mi mente se centrara en hablar sobre vino. Y ciertamente, no faltaba material para ello. Sin embargo, después de disfrutar de una buena dosis de vino, que eleva el espíritu, mi corazón me pide destacar algo más: la presencia y la revelación masiva de una persona excepcional: Rodrigo Méndez. Un individuo transparente, divertido, trabajador, humilde, innovador, honesto, encantador, genial y, sobre todo, extraordinariamente generoso.

Aunque cualquiera con cierta fama y un buen altavoz puede reunir a un nutrido grupo de personas, especialmente si se trata de un evento donde hay comida y bebida, puedo asegurarles que es conmovedor ver a unas cuatrocientas, ¿o quizás quinientas?, personas, y prácticamente todas y cada una de ellas estaría dispuesta a vender su casa y su alma si eso pudiera ayudar a Rodri. Creo que nunca antes había conocido a alguien tan merecidamente querido.

Pero esta admiración no se gana simplemente haciendo buen vino. Aunque el vino sea excepcional, hay individuos despreciables que producen vinos deliciosos. Sin embargo, son muy pocos los individuos excepcionales que inspiran confianza en la bondad, la humildad y la sinceridad. Es fascinante cómo la palabra «bonhomía», que proviene del francés «bonhomme» y que en el siglo XIV significaba «labrador», y a partir del siglo XVI se refiere a una persona de bien, cobra todo su sentido cuando conoces a Rodrigo Méndez.

Uno comienza a comprender mejor las cosas cuando conoce a Ari, la encantadora y paciente compañera de Rodrigo, a los pequeños Raúl y Rodri Jr., este último orgulloso de regentar el mostrador de su padre en la feria a pesar de no superar apenas el metro de altura, y a esos abuelos felices, satisfechos de ver realizado el proyecto familiar, quizás temerario al principio, pero coronado con éxito gracias al esfuerzo de un hijo incomparable.

El problema es que Rodrigo no entiende el concepto de meta alcanzada, y cada éxito en un proyecto es seguido por varias inquietudes. Pero para fortuna de todos los que disfrutamos de sus vinos, estas inquietudes son el motor de su continua búsqueda de la excelencia.

Desde su albariño con carácter marino, hasta sus proyectos de crianza y recuperación de variedades tintas autóctonas como Leirana y Goliardo, Rodrigo Méndez siempre ha sido un pionero en su tierra. Su curiosidad lo llevó a probar vinos de otras regiones, y así nacieron proyectos como A Telleira, Genoveva y otras fincas que, vinificadas por separado, buscan expresar al máximo el terroir de la región. Y ahora, con El Barredo 2010, Rodrigo nos presenta su última osadía, una criatura nacida de la combinación de líquido atlántico y pinot noir de Borgoña, un vino que captura la esencia misma del viaje desde Rías Baixas hasta la pureza de la Borgoña.

En resumen, Rodrigo Méndez es un ser excepcional, al igual que sus vinos y su entorno. Nos recuerda que aún hay esperanza en este mundo, y que existen individuos que «llevan el fuego», como los retratados por Cormac McCarthy en un mundo devastado.

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